domingo, 17 de enero de 2010

Jack the Ripper III

Katienne deambuló por entre las calles, escabulléndose entre la gente, desapareciendo tras los callejones. Como en el juego del escondite al que jugaba de pequeña, solo que esta vez la ciudad de Londres era su compañera de juegos.
Reptó por los más nauseabundos rincones, mezclando el olor putrefacto de sus heridas con el del orín y el sexo. Eran aromas que ella conocía bien, se le impregnaban en la piel y en el pelo. El olor de la pobreza, la enfermedad, la desesperación. El olor de aquellos que han sido olvidados por la Reina e incluso por el mismísimo Dios.
Después, volvió trotando a la casa del barbero, donde Jacques la recibió con una sonrisa.

- Mi queridísima Katienne –musitó, pellizcándole cariñosamente la nariz enrojecida por el frío- Tenemos trabajo esta noche.



El manto estrellado de la noche cubrió Londres, sumiendo sus callejuelas en la más absoluta oscuridad. Las calles angostas y retorcidas de Witechapel apenas estaban iluminadas por el leve destello de los faroles o de los carruajes que deambulaban de aquí para allá. Pero a medida que la noche se fue haciendo dueña de la ciudad, cada vez resultaba más difícil cruzarse con algún otro viandante que, mayoritariamente ebrios, se dirigían hacia su casa.

La figura encapuchada se movía con la celeridad de un zorro, camuflándose perfectamente en las sombras, escabulléndose como las ratas en sus escondrijos. Rondaba el metro sesenta de altura, pero en su cuerpo menudo se apreciaba la malnutrición. Era un ser tan pequeño e insignificante, tan sencillo de aplastar, que la mujer no sintió temor cuando se le acercó.

Muchos enfermos plagaban las calles de Londres, apestándolas con sus pústulas y sus heridas ennegrecidas por el hollín. Para aquella desventurada mujer, tan solo se trataba de otro enfermo más que buscaba compañía con la que mitigar su soledad. No sabía aún cuan cara le costaría la osadía. Al fin y al cabo, ¿quién temería a una pequeña sifilítica ciega?



- Es realmente deliciosa, Katienne, realmente jugosa, de sabor suave –habló Jacques, con la boca llena. Masticó una patata gratinada con avidez, casi con furia. Acto seguido, le dio un largo sorbo a su copa de vino tinto, cortesía de Baskerville. La joven se limitó a alzar la cabeza de su plato, que aún no había tocado.

- No es necesario que os andéis con remilgos, querida. Mírelo de esta forma: ha sido una prueba de lealtad –el hombre se llevó un nuevo trozo de carne rosada a la boca- Yo os di a elegir entre vuestra progenitora que os abandonó, o yo, que os ofrecí mi casa y mi comida como si fuerais una de las mías.

Katienne guardó silencio, las manos obedientemente cruzadas sobre su regazo. Jacques arrancó un trozo de pan con un mordisco ávido.

- Y vos habéis elegido –terminó, limpiándose los labios con la servilleta- ¿Qué sentido tiene que ahora contengáis vuestro apetito?

La joven permaneció inmóvil unos segundos más antes de sujetar firmemente los cubiertos y deleitarse con el banquete.

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